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Desde la calle, donde los niños juegan al futbol, se puede ver un escampado cruzado por una carretera sin salida. Al fondo, más cerca de lo que se desearía, hay unos bidones de gasolina tan grandes como los edificios que los rodean. Bombas donde las lagartijas toman el sol. Los niños juegan a extraños juegos, el fútbol es la excusa. Se comparan la fuerza, la habilidad, la agilidad, la rapidez, la destreza, como pequeños lobeznos. Todos juegan, menos uno. Todos juegan, uno hace de portero. Todos juegan, y uno se queda sentado en el bordillo de la acera con los más pequeños. Tiene una g escondida en la suela del zapato, protegida de los gritos del sol.
La pelota es una esfera más, en su mundo de pechos, nalgas y testiculos. Qué poco importa el area de la circunferencia, ni el número ?, ni el radio al cuadrado, en esa ecuación de golpes, patadas y daños fingidos. Imitan los gestos de lo que han visto antes en la tele, por eso también cuando marcan un gol todos se abrazan y hacen aspavientos orgullosos de su gran hazaña: haber metido el balón entre dos piedras.
El que quedó sentado en el bordillo de la acera reflexiona aburrido entre el asco y la envidia, y eligirá la primera como palabra fetiche. Como salida de un abracadabra aparece Rosi, le hace un guiño y se van a ver a su abuela, la pesca’ora, que canta mientras le prepara la merienda: “Déjalo ya y no le des más vueltas, que todo se acabó, te lo repito, y el gasto corre de mi cuenta”.
¡Qué grande era Bambino!
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